SANTA CLARA.— Los vecinos de esta villa recibieron al Presidente Miguel Díaz-Canel Bermúdez como lo que es, uno de los suyos, durante las celebraciones por el aniversario 330 de la ciudad. Y lo quieren, unos de forma desbordada, otros de manera más íntima.
Díaz-Canel les correspondió. Su rostro, alegre como niño en cumpleaños, delataba lo que ya se sabe: que ama a esta ciudad y a su gente, a las que considera su casa, su familia, sus vecinos. Su ciudad, esa que —según dice— cada día «es más santa y más clara». Los de aquí lo vieron nacer, crecer, estudiar, enamorarse, fiestear, trabajar, entregarse a ellos. Si no se quiere el barrio y la patria chica, no se puede amar un país. Y él está dando muestras más que sobradas de ambas pasiones.
Santa Clara fue fundada el 15 de julio de 1689 por 18 familias de la vecina San Juan de los Remedios que llegaron a estos lares tierra adentro buscando resguardo y nuevo camino. Precisamente por el lugar que —cuenta la historia— se ofició la misa fundacional, la colinilla de El Carmen, comenzaron los festejos del pueblo santaclareño junto al mandatario cubano.
Despuntaba la mañana, cuando el mandatario llegó a la explanada de la iglesia de El Carmen, donde monseñor Arturo González Amador, obispo de la diócesis de Santa Clara, bendijo la villa.
El representante eclesiástico dio antes la bienvenida a Díaz-Canel y a su esposa, que lo acompañó en la visita, y a las autoridades locales, encabezadas por los primeros secretarios del Partido en la provincia y el municipio, y los presidentes de las asambleas provincial y municipal del Poder Popular. También participaron Alpidio Alonso Grau, ministro de Cultura, y Luis Morlote Rivas, presidente de la Uneac.
En el parque El Carmen también está ubicado el memorial dedicado al secular acto iniciático de la villa, con sus columnas de mármol en las que están grabados los nombres de las familias fundadoras, que ahora son representadas por los presidentes de los consejos populares de la ciudad.
Como es tradición, los líderes barriales dieron las vueltas rituales correspondientes al joven árbol de tamarindo que recuerda al otro, al añoso de 1689 que dio sombra y brisa a quienes celebraron la misa precursora.
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